El martes 11 de marzo en San Miguel de Allende, México, los policías ministeriales interceptaron a un empresario identificado como Alan Pérez en la carretera San Miguel de Allende-Dolores Hidalgo, con el propósito de cumplir una orden de aprehensión. El empresario intentó escapar con la ayuda de sus escoltas, quienes, en la huida, dispararon contra los agentes. Estos repelieron la agresión y, en la balacera, dos hijas del empresario resultaron heridas; lamentablemente, una de ellas, de siete años de edad, falleció.
Este trágico incidente evidencia un debate que hemos sostenido por mucho tiempo. Existe un argumento común cuando se habla de armas de fuego: “Es mejor tenerlas y no necesitarlas, que necesitarlas y no tenerlas”. Sin embargo, la verdadera pregunta es: ¿sabemos realmente cuándo necesitarlas y cuándo no?
En muchos incidentes protagonizados por agentes armados, como los casos de los empresarios Adolfo Lagos, David González o Lidia Villalba, quienes fueron asesinados por sus propios protectores en el fuego cruzado al intentar de defenderlos de los asaltos , observamos que las armas se usaron indebidamente. En esos casos, los protegidos pudieron haber perdido una bicicleta o un reloj, pero no la vida. En el caso de Guanajuato, se hubiera producido un arresto, pero una niña de siete años seguiría viva.
También este lamentable evento confirma una vez más lo que hemos repetido en varias ocasiones: las armas en vehículos no blindados o alrededor de ellos elevan los riesgos en lugar de reducirlos. En este evento, evidentemente el vehículo no estaba blindado, lo que llevó al trágico desenlace.
Las armas de fuego funcionan muy bien en una práctica o en una exhibición de protección ejecutiva, pero en la realidad, las consecuencias de su uso con frecuencia son trágicas. Reitero, no se trata de decir que no sirven en nuestra profesión, ya que, a pesar de su poca eficacia (3.65%), pueden salvar vidas.
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El gran problema es que las armas no se usan como el último recurso, como debería ser, sino como el único recurso. Esto significa que, sea cual sea el problema, el protector va a usar el arma cuando debe y cuando no debe. Y aquí están las consecuencias.
Como decía Abraham Maslow: “Si la única herramienta que tienes es un martillo, tiendes a ver cada problema como un clavo”. Esto se debe a una capacitación deficiente en el uso de las armas en la protección ejecutiva.
Antes de enseñarles cómo disparar, los protectores deben primero:
1. Saber cuál es la eficacia de las armas de fuego en la protección ejecutiva:
Entender que su uso exitoso es mínimo y que su empleo inadecuado puede agravar la situación.
2. Conocer la regla de Tueller:
Esta regla comprueba con rigor científico que si el ataque ocurre a una distancia menor de 6.5 metros, el protector no tiene tiempo de sacar su arma. Dado que la gran mayoría de los ataques a los ejecutivos ocurren a distancias cortas, esto explica en parte la poca eficacia del arma mencionada anteriormente.
3. Entender cómo el arma de fuego puede elevar los riesgos en lugar de reducirlos:
Identificar en qué condiciones operativas el uso de armas puede empeorar la situación, como fue el caso de este lamentable incidente al usar armas en vehículos sin blindaje.
4. Dominar técnicas de protección anticipada:
– Inteligencia
– Contravigilancia
– Logística protectora
– Control de la línea base
– Operaciones cognitivas
Solo entonces el protector estará listo para salir al polígono y practicar el tiro, ya que sabrá lo más importante: los alcances del arma, cuándo usarla y cuándo no usarla.
Es fundamental cambiar el concepto de formación y entrenamiento en la protección ejecutiva para que tragedias como la de Guanajuato no vuelvan a ocurrir. De esta manera, la protección ejecutiva será mucho más segura tanto para los protegidos como para los protectores.